IV
Había pasado un año desde aquel encuentro clandestino, la desgastada Torre París parecía entonces un edificio tan viejo que ella tuvo que parpadear varias veces para entender que estaba allí nuevamente, que el refugio de amor que con tanto romanticismo había evocado era en la claridad del día, un sombrío edificio.
No avisó de su llegada, mantenía en sus manos la cajetilla de fósforos que estaba intacta salvo por algunas señales de tinta corrida. Llamó a la puerta, ésta vez con la certeza de que se quedaría allí para siempre, pasaron dos minutos o tres antes de que se abriera. Entonces se topó de frente con el mismo hombre que la había hecho renacer, sin cruzar palabras lo besó.
Se aferró a él, tan fuerte como sus ganas se lo pedían; no dejaba de besarlo, le tocaba la cara, palpaba su cuerpo para asegurarse que no era un delirio suyo, que era real, que la Torre París seguía siendo la de siempre.
¿Por qué no la desnudaba de una vez?, ¿por qué sentía que se alejaba de su cuerpo?, se separó para mirarlo bien, algo pasaba.
Tan pronto como se vio librado de ella, le dio la espalda y se arrinconó junto a la ventana. Ella lo siguió. La luz que bañaba su rostro lo hacía parecer más arrogante.
-No avisaste que vendrías.
-Vine para quedarme- dijo apretando la cajetilla de fósforos.
-¿Lo dejarás todo?
-Todo.
-Entonces no puedes quedarte.
Se miraron, ella sabía que ése era el hombre que la haría feliz, que ella lo haría feliz, no entendía por qué la rechazaba.
- Tienes un hijo, no puedes dejarlo-dijo mirando a la calle- no serás tan egoísta como para lastimarlo por mi.
- ¿Te parece egoísta querer ser feliz?
- No me entiendes, no me comprometo, soy así como me conociste.
- Y sé que soy la mujer que te hace feliz.
-Lo haces, pero pronto llegará otra, siempre hay otra.
Se acercó a él.
-Entonces siempre hay “París” para las demás.
-Así es-dijo mientras encendía un cigarrillo.
Instintivamente miró hacia la habitación, las sábanas revueltas como la última vez, la ropa en el suelo.
-No estoy solo, le confirmó.
El mundo se le vino abajo en un instante, la maletita de sueños yacía en la entrada de aquel rincón de “París”. Respiró profundo, se acercó más a él, olió su cuello, allí seguía ese olor a perfume de hombre y cigarrillos.
-“Siempre nos quedará París”- se despidió ella en un susurro, tomó su maleta y salió.
-No hubieses sido feliz sin tu hijo, se dijo, recordando el olor de su pelo largo y el sabor de sus besos desesperados. La vio tomar el taxi, suspiró, apagó el cigarrillo y la siguió con la vista hasta que sólo quedó la calle desierta.