Wednesday, October 11, 2006

II

¿Están todos aquí?- preguntó la jefa de salud del estado a su secretaria,

Sí señora.

Muy bien.

En el salón de conferencias estaban sentadas las 50 personas. Algunas se habían visto antes, otras se conocían y el resto no se había visto jamás. Estaban angustiados por el llamado, algo parecía no andar bien. La jefa de salud entró al lugar.

Buenos días a todos, dijo, lamento llamarlos de esta forma, es necesario que todos se sometan a exámenes de sangre. El doctor Joseph Burns, su odontólogo, murió hace dos días, lo encontraron muerto en su departamento y fue a causa del virus del sida.

Los murmullos no se hicieron esperar, todos comentaban algo con el vecino. Disculpen, alzó la voz la doctora, el señor Burns dejó una carta en la que anunciaba haber contagiado a 5 de sus pacientes. No dejó nombres ni direcciones.

El mundo se les fue abajo. Todos se miraron con horror, palidecieron; El salón se volvió un quejido colectivo, una negación infinita. Los más devotos improvisaron una plegaria, otros estaban en shock. Una mujer embarazada, abrazó a su panza lagrimeando. De pronto nada era seguro.

En medio de la conmoción los ex pacientes del doctor Burns seguían las instrucciones y se acomodaban para tomarse la muestra de sangre. Pase por acá señora, dijo el enfermero y preparó la aguja. La anciana miró como el líquido corría por el tubo, espesa, le temblaban las manos, no sabía si allí se alojaba el virus, si moriría enferma.

Miró hacia fuera unas veinte personas esperaba. Estaba una muchacha de no más de 15 años, otro señor que parecía padre de familia, una mujer fumando nerviosa. Todos tenían la mirada perdida, parecían llorar hacia dentro.

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